Son las seis de la tarde, voy paseando por las calles de mi pueblo, aunque ya habría que llamarlo ciudad, a mi alrededor viviendas unifamiliares, duplex y en el límite edificios, torres, la circulación se hace densa y comienzan a pasar autobuses llenos de niños, que se detienen en las esquinas y dejan su carga, infantes y jóvenes con distintos uniformes que regresan de sus colegios, y a los que los padres esperan contentos y orgullosos. Que contraste con las tres de la tarde, hora de salida de los centros públicos, donde cientos de niños regresan a sus casas formando grupos variopintos no solo por las edades sino en especial por las vestimentas, cada uno de un color, las niñas a la moda y los jóvenes con los pantalones caídos, los pelos largos y algún que otro pendiente. Eso sí unos y otros portan grandes carteras llenas de libros, cuadernos de ejercicios, blocks, cajas de lápices y rotuladores.
Todo me hace recordar mi infancia cuando casi todos acudíamos a centros públicos, vestidos de calle y protegidos por babis monocolores, el mío era de color azul como el de los mecánicos. Nuestras posibilidades económicas eran limitadas y los centros privados eran escasos y restringidos a las clases pudientes. Nuestras aulas eran todas iguales con pupitres para varios alumnos, y con un tintero que nadie utilizaba porque correspondía a generaciones anteriores. Nuestra cartera tan solo llevaba un libro, la llamada enciclopedia, y una o dos libretas donde realizábamos las tareas y el bocadillo de media mañana, además de un catecismo obligatorio en la época del estado confesional de la España nacional católica. La disciplina en el centro era férrea, el director mandaba y era temido por todos, profesores y alumnos, pues cuando castigaba más de uno, entre los que me encuentro, había recibido una gran reprimenda y algún que otro pescozón y tortazo. La rebeldía apenas existía, y los que así eran catalogados estaban señalados y sufrían diariamente los castigos de los profesores, castigos ejemplares que hacían mella en nosotros, el miedo nos hacía dóciles y obedientes.
Ahora en la España desarrollada, las diferencias siguen existiendo, pero ahora acentuadas, estamos en momentos de crisis de la escuela pública, desprestigiada quizá por la dejadez de los profesores, o por la impertinencia y mala educación de muchos niños y especialmente de sus padres que ven a los docentes como unos privilegiados sin derecho a exigir, regañar o educar a sus hijos. Y no es que sean mayoría, pero su actuación y la protección desmedida que hacen de sus hijos, provoca que los maestros estén en muchas ocasiones amedrentados y no sepan como tratarlos, o mejor dicho como barajarlos.
Hay una auténtica crisis de la escuela pública. Quizá por ello son muchos los padres que acuden a la enseñanza privada, buscando no solo una mayor calidad y mejores medios, sino también una mayor disciplina y control de sus hijos, evitando que se mezclen con aquellos alumnos calificados como problemáticos e incluso alejándolos de los inmigrantes. Me doy cuenta que cada vez más los padres quieren establecer una distinción entre sus hijos y los del resto de clases, y ello también supone educarlos en los valores del catolicismo y de la derecha ideológica de este país.
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